Orencio Sacristán | 17 de septiembre de 2021
El fin último de Vox solo puede ser la preservación de una forma de vida y aun de la nación misma, a la cual todo ejercicio de poder se supedita.
Las cosas que tiene internet, que buscas una cosa y encuentras otra. Y esto es lo que me ha sucedido con un discurso que Manuel Fraga Iribarne pronunció en 1979 con ocasión del III Congreso Nacional de Alianza Popular, y que se celebró en diciembre de ese mismo año. El discurso en cuestión exhibe un alto nivel político, tanto en el fondo como en la forma. Pero, como es lógico, no fue esto lo que me llamó la atención, pues de alguien como Fraga, de quien se decía que le cabía el Estado en la cabeza, era lo esperable. No, lo sorprendente del discurso fue comprobar hasta qué punto dibuja, con más de cuatro décadas de anticipación, lo que son las grandes propuestas de Vox en la actualidad. Comprobémoslo.
Lo primero que señala Fraga en su discurso es la necesidad de una labor de reconstrucción, pues en su opinión, y desgraciadamente, «no es una palabra excesiva». Sucede, en efecto, que «España está siendo hoy destruida, y el trabajo de la piqueta demoledora continúa». Una piqueta que se aplica en primer lugar al lenguaje y a lo que las palabras significan: «La reconstrucción de una sociedad en crisis plantea problemas muy complejos. En primer lugar, de lenguaje: es la corrupción del lenguaje por donde se manifiesta antes una crisis de Estado». Y como en toda gran crisis, en opinión del veterano político gallego, se requiere de una acción política pensada para el largo plazo, una acción que, aun siendo flexible y realista, evite al mismo tiempo toda forma de oportunismo y de política cortoplacista. A su juicio, se impone no caer en los mismos errores que en el pasado, pues lo que está en juego es la existencia misma de España como nación. Y, nadie debe llamarse a engaño, puesto que el «fin de las naciones no es una mera cuestión académica», sino que es, por el contrario, una posibilidad muy real, como la Historia se encarga de demostrar. Se trata de una coyuntura histórica que lleva a Alianza Popular a apostar por España, y a entender que es ella lo único importante. Una España moderna, sí, pero que continúe siendo España, y ello sin dudas ni vacilaciones.
En sentido programático, fija la posición del Partido respecto de la Constitución aprobada un año antes, en dos puntos esenciales; una, su aceptación; y la otra, su necesidad de reforma. La Constitución española debería, en primer lugar, ser reformada en lo referido a «la funesta mención de las nacionalidades» del artículo 2; así como de algunas «disposiciones del ambiguo Título VIII». Igualmente, lo debería ser en lo referido a la situación de indefensión en que son dejadas importantes instituciones sociales (familia y educación, principalmente); por lo demás, considera un error la constitucionalización del sistema electoral (proporcional) y el estrecho margen de participación cívica dejado a los ciudadanos fuera de los partidos políticos. «Somos, pues, reformistas de la Constitución para hacerla viable, para que ella sola no se rompa como las anteriores. Y esto lo mantendremos, una vez más, frente a los rupturistas, de uno u otro signo, o los conformistas que esperan con fatalismo a que las cosas acaben de estropearse». Defectos en nuestra Constitución que se agravan, además, por la existencia de una partitocracia que favorece una influencia excesiva de los partidos en la sociedad. Influencia que alcanza su máximo de poder y corrupción mediante un consenso que falsea la relación debida entre Gobierno y oposición.
Frente a estos desafíos, ¿qué es y qué quiere ser Alianza Popular? Su aspiración es constituir un Partido que una a los españoles, al tiempo que rechaza el marxismo y el materialismo como contrarios a la esencia de la Patria. Un Partido que procure la defensa de la moral común y de las grandes instituciones como la familia, la Iglesia, las Fuerzas Armadas y el Orden Público, así como de las escuelas privadas y públicas. Propuesta que, a su juicio, no es utópica, «puesto que existe en Inglaterra, como Partido Conservador; en Francia, como mayoría presidencial; en Estados Unidos, como Partido Republicano, y así sucesivamente». Una propuesta que no es otra que la de una «derecha popular» capaz de captar el descontento social creciente en la población, la de una derecha sensible a los cambios que se están produciendo en todo el mundo. «Nosotros tenemos que aspirar a recoger de nuevo a esa gran fuerza que está ahí; en un verdadero populismo, como el que sugiere nuestro mismo nombre, el de Alianza Popular. Ni podemos renunciar a él ni actuar de modo incongruente con esa idea». La propuesta, en definitiva, es la creación de una unión política que sepa recoger los intereses reales y mayoritarios de la sociedad. «Y hoy, concluye Fraga, tenemos una oportunidad real, como lo revela el movimiento de las ideas y las tendencias electorales en otros países de Europa».
¡Qué sorpresa ver al precedente del Partido Popular identificarse como un partido populista! En cualquier caso, las ideas están claras, y la coincidencia con las que actualmente defiende Vox sorprendente. Pero hecha esta constatación, ¿qué cabe deducir de ella? Porque una primera deducción podría ser esta: si la antigua Alianza Popular abandonó ella misma estos grandes principios es porque estos no servían para dar respuesta a las necesidades políticas de España. Abrazarlos, por tanto, no sólo sería un retroceso enorme, sino un error mayúsculo.
Conclusión plausible, pero que puede pecar de precipitada. Porque la otra posibilidad es que no han fallado los principios, y sí, en cambio, las personas que debían defenderlos. Se impone, pues, antes de alcanzar una conclusión ponderar si esto fue así, y de serlo cuáles pudieron ser las posibles razones por las que el principal Partido de la Derecha en España abdicó de mantener este discurso programático de 1979, aun con sus debidas adaptaciones. Pensando en estas posibles razones, quizá sea oportuno recordar aquello que decía Ricardo de la Cierva de Manuel Fraga sobre su extraña propensión a rodearse de pillos. Y basta echar un vistazo a quienes constituían la estructura de poder del Partido en ese mismo año 1979 para comprobar que el gran historiador y ex Ministro de Cultura no andaba muy descaminado. Lo que no parece que sea una cuestión menor a la hora de preguntarse por qué fracasan los partidos.
Además, la impaciencia por alcanzar el poder, y la ansiedad provocada por la existencia de un Partido Socialista con visos de perpetuarse en él a partir de 1982 no fue una cuestión menor. Por aquel tiempo se asumió que si Alianza Popular quería ser una alternativa real al socialismo debía mimetizarse de algún modo con éste, comenzando por su laxitud, por decirlo suavemente, a la hora de conseguir fuentes de financiación para el Partido. Las campañas siempre han sido caras, y la siempre exigua aportación de militantes y simpatizantes no bastan. Y no sólo. En un proceso de siempre más, aun las importantes aportaciones públicas resultan insuficientes. Y de aquellos polvos, estos lodos. Más de cuarenta años después la sombra de aquellas decisiones persiguen a los «populares». Pero la impaciencia y la ansiedad se movieron igualmente en el plano ideológico, con la necesidad patológica de girar permanentemente hacia el «centro». Hasta el punto de que bien podría decirse que Alianza Popular terminó por encarnar la ingeniosa frase de Groucho Marx: estos son mis principios, señora, pero si no le gustan tengo otros. Un sarcasmo que alcanzó con Mariano Rajoy su más plena y acabada realización. De hecho, la única posibilidad de describir de un modo realista los años de gobierno de Rajoy es repitiendo la parodia de Groucho Marx.
Con todo, esta ansiedad no basta para explicar la deriva de la antigua Alianza Popular y de su continuador el Partido Popular si no tenemos en cuenta la interiorización de lo que bien podríamos llamar «el complejo originario»: la procedencia de la práctica totalidad de sus fundadores del franquismo. La necesidad de desmarcarse del régimen surgido de la guerra civil, hasta llegar a su repudio más absoluto, sin matices de ninguna clase, ha sido una de las pocas constantes de la, por lo demás, errática y acomplejada política del Partido Popular. Ni la antigua Alianza Popular ni el actual Partido Popular han querido asumir, sin complejos, un relato histórico alternativo al de la izquierda, aun incluso siendo mucho más veraz y respetuoso con los hechos, que el impuesto por ésta. Ahora bien, por una lógica inexorable esta falta de fidelidad a la Historia, esta impostura manifiesta, que entraña igualmente una desafección a los orígenes mismos de la Derecha histórica, sólo puede tener por resultado la infertilidad de sus políticas y la permanente traición a sus votantes. Porque si esto falla, no hay nada que hacer, pues toda política se juega en la interpretación de la Historia, como bien sabe la izquierda.
No parece, por tanto, desdeñable que el fracaso del gran proyecto político dibujado en el excelente discurso pronunciado por Manuel Fraga en 1979 sea debido más al factor humano que al valor intrínseco de los grandes principios enunciados en él. Y si ello es así, la cuestión que se plantea es cómo debería proceder Vox para que tales principios no vuelvan a caer en el fracaso y la esterilidad. Y mi modesta aportación personal sería esta: Vox debe tener muy clara la jerarquía de los fines. Es decir, Vox debe saber que su misión es transpolítica, y que alcanzar el poder no puede ser su último fin. El fin último de Vox solo puede ser la preservación de una forma de vida y aun de la nación misma, a la cual todo ejercicio de poder se supedita. De modo que Vox evitará, como formación política, la ansiedad, la impaciencia, los complejos y la corrupción económica y doctrinal, si se ve a sí misma sirviendo a algo más grande, a algo que está por encima de victorias o derrotas coyunturales. Una posición que, a nuestro juicio, sólo es sostenible en el tiempo si sus dirigentes están arraigados en un profundo sentido religioso y son capaces, por ello, de confiar en la existencia de una Providencia que cuida de los hombres y de los pueblos. Sólo el Bien que está más allá de la Política, por noble que sea esta actividad humana, es la que puede fundar y sostener la buena política, la política que verdaderamente sirve al bien común de un pueblo y no a unos intereses particulares.
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